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A través de la ventana de mi salón veo un edificio de un estilo bastante barroco construido quizás a comienzos del siglo pasado. Sus ventanas son amplias y sus balcones exóticos. El balcón puede ser visto como un apéndice de la vida interior que se incrustra sobre el exterior, un espacio extra de libertad, el zócalo de un ojo que nos permite ver desde una posición de privilegio el mundo que nos rodea. Pero el balcón también es una intromisión, una invasión del espacio público, una torre de control. Es claro que para muchos el balcón tiene una connotación positiva: existe el romanticismo del balcón de Romeo, o el fervor religioso que emana ante la aparición del papa en el balcón del Vaticano, el glamour de los balcones de las óperas.
Nunca me he detenido a contar cuantos balcones tiene el edificio en frente del mío, pero sé que en él existen setenta historias. No es un conocimiento exacto ya que ha sido extrapolado de la siguiente observación: un día por la mañana he contado la cantidad de personas que han entrado, les he restado la cantidad de personas que han salido en ese mismo período y utilicé esa diferencia como multiplicador de la primera cantidad. El número que obtuve fue sesenta y siete, pero como me gustan los números redondos preferí pensar que había setenta historias.
La observación también me ha llevado a otras conclusiones. Por ejemplo que en el edificio vive un arquitecto, una ilustradora, un bailarín retirado que en su juventud recorrió el mundo, la modista de una señora importante, un señor que enviudó joven y nunca volvió a casare, una estudiante extranjera que colecciona reptiles y una familia que siempre va de vacaciones a una aldea en la montaña. Hay gente que prefiere asociar los viajes a la búsqueda de lo diferente, de esa experiencia única que con el tiempo se convierten en anécdotas y que adornan la vida como bolas de navidad, o condecoraciones militares. Pero hay algo de sabiduría en romper la rutina con otra rutina. Al final todo parece indicar que somos animales de costumbre y demasiada novedad puede ser estresante.
Mis vecinos -los de las vacaciones de la montaña- tienen toda la pinta de ser personas relajadas. Las veces que he podido verlos cargar o descargar el coche según partían o volvían de la montaña, no he detectado signos de nerviosismo ni de disconformidad. Al contrario, si algo llamaba la atención era la coordinación de los movimientos, la fluidez en el desarrollo de la operación. Varias veces estuve tentado de bajar rapidamente para ofrecerles mi ayuda de forma casual e intentar sumarme a tal coreografía. No sé si me llamaba el ánimo de adentrarme un poco en esa harmonía universal, o si simplemente quería provocar algún tipo de reacción, probarme que no se trataba de autómatas o de zombis. Sin embargo algo me retenía: la sospecha de que perteneciesen a algún tipo de secta, de esas en la cual sus integrantes son bondadosos, inteligentes, sensibles, te invitan a tomar té, te ayudan en tus momentos difíciles de forma tal que poco a poco tu reticencia original se devanece, comienzas a encontrar coincidencias y un día eres un miembro más y ya te olvidas de quien eres.
Un día estuve a punto de caer en esa tentación. Bajé las escaleras y de forma acelerada y torpe me acerqué. Justo en el momento que iba a ofrecer mi ayuda o iba a decir algo para significar mi presencia me trastabillé con un lagarto del tamaño de un bebé recién nacido que salió como gateando hacia la acera. Creo que los vecinos de la montaña no notaron lo ocurrido y sus movimientos sincronizados continuaron sin interrupción. Yo en cambio estuve a punto de estamparme el retrovisor de un coche en mi ojo, pero tuve la suerte que una chica que también salía del edificio gritando “Aurélie, Aurélie!” me atrapó antes.