Yo no dije que el violeta de los manantiales, reflejado en el pico de los huitres metálicos, destelle una luz comparable a un arcoiris. Ni tampoco afirmé que el alma es una serie de tubos concéntricos que a mitad de camino se deshacen y forman un río de risas. Sin embargo hay quienes sospechan que un campo de girasoles orbita en torno al momento. Y eso a pesar que la suma total de la profundidad de los valles supere la altura total de las montañas. Quizás si tirásemos al mismo tiempo de la cuerda la canción sería cantada al unísono y las alas se soltarían a destiempo. Y lo que no esta afuera saldría y lo otro se quedaría adentro. Aunque no me sorprende que subiendo peldaño por peldaño llegues al faro que vislumbra la duda. Por eso propongo que los perros ladren y las noches no dejen de ser oscuras. Que el sonido de los trenes desde la distancia guíe a aquellos que vienen de la tormenta. Y que el camino se doble justo en los rincones necesarios para guardar todo junto en el interior de un pozo fortuito, sin transferir a quienes observan ningún vicio ni vacío. Ningún elevado ni ninguna simulación. Todo en términos neutros e infinitos como el verde regular de un rincón. O como las fórmulas que alisadas por el uso desprenden un último gesto vencedor y luego se hechan a esperar que las fuentes comiencen su espectáculo. Habrá que esperar que se extiendan, que se llenen de ese oxígeno sabio y que recuerden su misión. Y entonces de un solo trazo, dibujar el intermiable laberinto de toda emoción.